jueves, 12 de septiembre de 2013

"Hoy empieza todo", una película de Bertrand Tavernier (1999)



Ficha Técnica:


Título original: Ça commence aujourd’hui 

Guion: Bertrand Tavernier

Género: Drama social

Duración: 107 minutos

País: Francia


“No queremos un agitador, queremos un educador”


Sinopsis:

Daniel Lefebvre es el director de una escuela infantil de un pueblecito francés cuyos habitantes se encuentran asfixiados por los recortes del gasto público y la reconversión industrial. Dada la situación de los alumnos, el director se implica en los problemas de los pequeños hasta el punto de sacrificar su futuro profesional y sus propios planes familiares.


Primer plano:

Ça commence aujourd’hui (titulada Hoy empieza todo en España) es un drama social francés, estrenado en 1999, de Bertrand Tavernier muy en línea de la tendencia europea de esos años orientada a "socializar" el séptimo arte. Soy consciente de que el cine del maestro galo en ocasiones es difícil de digerir. Sus historias son un manjar que deseas comer cuanto antes a pesar de ser consciente de los enormes ardores a los que tendrás que enfrentarte durante las horas siguientes. Bueno, quizás sea recomendable dejarse llevar sin encorsetarse demasiado en los formulismos propios de los entendidos. No obstante, se le puede perdonar todo gracias al tándem tan memorable que formó en los setenta con Philippe Noiret, el protagonista de la maravillosa Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore (1988). Hoy empieza todo consiguió el premio del público en el “Festival Internacional de Cine de San Sebastián” (1999) y una mención especial en el “Festival Internacional de Cine de Berlín” de ese mismo año. Por algo será...

La historia se desarrolla en un barrio marginal de un pueblo minero del norte de Francia en el que el treinta por ciento de la población está en paro a causa de la crisis acuciante en el sector. El director de la escuela de educación infantil del barrio comienza una cruzada personal que extralimita sus funciones para lograr cubrir las necesidades básicas de los pequeños, aunque lo único que conseguirá será que la comunidad al completo cuestione sus métodos docentes. Sí, cuarto y mitad de lo que ocurre en nuestro país. El tratamiento del tema rezuma naturalidad (de hecho las maestras y los alumnos no son actores), el cineasta no se complace con el dolor ajeno, no intenta dar pena con unos pequeños que, en realidad, sobreviven ajenos a la podredumbre que les rodea. Ellos son felices mientras su maestro se rebana los sesos buscando razones para continuar aun cuando todo está en su contra. Tan real como la vida misma. La película no utiliza la violencia gratuita, ni el maltrato infantil, la delincuencia o la marginación social como base argumental. Si bien estos temas están de alguna manera presentes a lo largo de la película, los cimientos de la misma auguran un futuro mejor. El mensaje de la historia es optimista e invita a la lucha, fomenta la esperanza de un progreso social que parta del propio sistema educativo: Puesto que nada tiene una solución definitiva, merece la pena intentarlo día a día. En ese sentido la película no moraliza, simplemente plantea un problema real y la manera de solucionarlo desde dentro con interesantes planteamientos didácticos y metodológicos, porque claro está que desde fuera lo único que se consiguen son trabas: La pasividad de las instituciones, la inflexibilidad de los inspectores, la falta de implicación de los padres. Las buenas intenciones suelen darse de bruces con los altos muros de la burocracia en un mundo en el que las desdichas siempre son contagiosas. Tavernier pone en jaque la hipocresía de un sistema que no funciona precisamente en los sectores que más lo necesitan. Lo dicho, tan real como la vida misma.





Plano subjetivo:

El martes fue el primer día de clase de mi hijo en el “cole de los mayores”. Créeme, no pegué ojo en toda la noche. Fue horrible ver las horas pasar una tras otra ante mí. Por la mañana me vino a la cabeza la “genial” idea de llegar pronto para que él se fuera familiarizando con el centro. Nada más atravesar la puerta me flaquearon las piernas, en serio. Mi hijo me miraba aterrorizado y me agarraba la mano con todas sus fuerzas. Se lo veía venir. Entró en la clase bien, con ganas, pero cuando llegó el momento de irme... A través de los grandes ventanales lo vi vuelto hacia mí gritando “mami, no te vayas” y el alma, esa de cuya existencia siempre he dudado, se me cayó a los pies. De una sola vez. Sin avisar. De un solo golpe. ¿Qué cómo lo sé?, porque sentí cómo me quedaba vacía por dentro al tiempo que un peso enorme me anclaba al suelo y me impedía moverme de allí. Y con esto siento constatar que el alma humana no pesa veintiún gramos, al menos no la mía.

Ya han pasado dos días desde ese momento y la cosa no mejora. Mi hijo se ha pasado el camino repitiendo “mamá, yo no quiero ir al colegio de los mayores”. Dejarlo... abandonarlo allí esta mañana ha sido doloroso, sobre todo porque él me ha transmitido con la mirada que se ha sentido precisamente así: abandonado. Lloraba, ¡ay, dios, cómo lloraba!, y lo peor es que el ochenta por ciento de sus compañeros también lo hacía. En fin, que aquí me encuentro, un día más, viendo pasar las horas una tras otra esperando que la jornada del día siguiente pase pronto para poder ir a recoger a mi hijo del maldito “colegio de los mayores”. Pero si hay algo que me queda claro de todo esto es que por mucho que apetezca tirar la toalla ante la adversidad, cada día hay motivos suficientes para empezar de nuevo.


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